El gran salón estaba iluminado por candelabros antiguos, reflejando su luz en las paredes de piedra. Filas de estanterías polvorientas guardaban pergaminos de conquistas pasadas, trofeos de guerras libradas en nombres que ya nadie recordaba. Títulos, honores, glorias… todas sombrías ahora.
Él observó aquel mundo con nostalgia. En otro tiempo, estos símbolos fueron su vida, pero ahora había algo más grande que defender.
Desde la penumbra, dos pares de ojos brillantes lo acechaban. Sus pequeños diablillos—dos criaturas de travesuras puras—esperaban agazapados, listos para desatar el caos. Uno mordisqueaba un rollo de pergamino con la historia de algún linaje olvidado; el otro balanceaba una antorcha cerca de una alfombra antigua.
—¡Basta! —rugió él, mientras los pequeños diablos soltaron carcajadas, corriendo a esconderse tras un trono cubierto de polvo.
Era su nueva batalla. No contra ejércitos ni reyes, sino contra la tiranía del desorden, el caos de lo cotidiano y la responsabilidad ineludible de ser el pilar de algo que apenas nacía.
Caminó hasta la gran mesa de mármol, donde descansaban planos y contratos. Un imperio por nacer, reino propio, sin coronas ni aplausos, solo construido con esfuerzo y sacrificio.
Respiró hondo. El pasado debía quedarse atrás.
Colocó su viejo escudo sobre el pedestal y, con un último vistazo a la gloria que fue, salió al pasillo donde las risas demoníacas de sus diablillos resonaban.
Su nueva vocación lo esperaba.