La mesa se extendía más allá de lo permitido, de madera vieja pero robusta, con signos de banquetes inmemoriales de tiempos antiguos. Sobre la mesa estaban encendidas las velas que se derretían y su luz lanzaban sombras oscuras sobre los rostros de los comensales. Entre ellos conversaban y reían, pero sus voces eran un eco hueco, un murmullo atrapado en el tiempo.
Él estaba ahí. No como los demás.
Al fondo de la mesa, el hombre celestial observaba con ojos de un blanco brillante. Su piel parecía mármol bañado por la luna, y sus brazos… sus brazos eran largos, demasiado largos. No comía. No hablaba. Solo esperaba.
El caos estalló de repente. Platos cayendo, copas derramando vino espeso como sangre. Entre la confusión, su brazo se alzó como una serpiente deslizándose entre el desorden.
Quería tocarla.
Cuando su mano helada rozó su piel, el grito escapó de su garganta, como si toda la eternidad la hubiese atrapado en un segundo. Pero luego… silencio.
Respiró.
Las sombras se aquietaron. La mesa seguía ahí. La multitud también. Pero su silla… ya no existía.
Ella no tenía dónde sentarse. No pertenecía más a ese lugar.
Él te había marcado. Y ahora, eras parte de algo más. Algo que aún no comprendía, ella tomo la forma de él y se desvanecieron en las sombras.
